Escribía en verso y daba color a las nubes,
en su pluma brillaban mil y una voces.
Le cantaba a las flores y estas suspiraban,
hacía de las palabras amor.
De voz suave, susurrante,
las montañas discutían por el eco de sus pisadas.
Nadie contó leyendas, nadie supo su nombre.
Las rocas eran suyas, sus miradas domaban el aire.
No fue un cuento, era de piel, también de hueso,
pero por dentro era todo versos.
Sí, al cortarse sangraba, como todos,
aunque en el rojo había letras disfrazadas de glóbulos.
Era el poeta personal de la luna,
el amante de mil estrellas.
Poeta suicida sin capa ni espada.
Llego a él Muerte buscando su soneto.
La arrogancia del hombre en verso mató al hombre.
Era el poeta de los mares y los lagos.
Poseía las palabras más hermosas,
y el aire y las nubes y la luna eran suyas.
Amó. Lo amó todo, y todo lo escribió.
Y todo correspondió.
Pero Ella, fría y pálida, no lo amó.
Sus estrofas no calentaban las almas muertas.
Poeta suicida.
Creyó que Muerte sería suya.
Y a cambio, murió.
Muerte lo ha hecho suyo.
Parte de su colección.
La ciudad de poetas suicidas.
Con muros de versos muertos,
de poetas que amaron.
Muerte no encontró calor en ellos.
Muerte no amó.
No hubo poeta suicida que calmara su dolor.
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