Desde que tenía memoria le habían dicho que no era lo suficientemente delgada, siempre la habían señalado con el dedo criticando su cuerpo y dirigiéndole insultos una y otra vez. Ella tan solo podía llorar cuando nadie miraba, sufría en silencio a solas con su alma destrozada. Pretendía ser fuerte ante las miradas de desprecio, pero cuando se sentía libre de esas miradas lloraba viendo la sangre deslizarse por sus brazos.
Un día decidió no comer, dijo que le dolía el estómago, que estaba enferma, por eso a nadie en su familia le extrañó que vomitara. Pasaron los días, las semanas, los meses. Ya nadie la señalaba diciendo que no era suficiente, habían dejado de criticarla e insultarla. Pero eso no importaba, por que ahora era el espejo quién lo hacía. Cada vez que miraba su reflejo veía una decepción, su propio cuerpo.
El tiempo volvió a pasar, y la gente volvió a señalarla. Ahora decían que era demasiado y la invitaban a comer. Todos ellos no eran para ella más que enemigos, personas que tan solo buscaban su desgracia, su miseria. También lo eran su familia, que insistían en que fuera al médico, que tan solo estaban preocupados por su salud.
Pero ella había decidido no hacerle caso al mundo, eran ella, el espejo y las cuchillas. Su cuerpo era un cuadro lleno de líneas rojas cicatrizantes y huesos marcados en la pálida piel.
Un día su vida trajo un cambio, alguien nuevo, su primer amor. Él se acercó a ella y tomando su mano, y mirándola a los ojos le dijo "déjame invitarte a comer".
Y ella lloró de nuevo.
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