miércoles, 13 de enero de 2016
Un banco de metal frente a una cara deformada.
Últimamente llego un par de minutos antes a casa, supongo que es porque corro tras un fantasma invisible al que ni siquiera me atrevo a mirar, temerosa de que tenga la mirada de Medusa o Cíclope. Pero mi persecución siempre resulta inútil, no sé por qué me empeño, desaparece en cuestión de segundos. Solía soñar con un jardinero entre plataformas de hierro rojo y portales a otro espacio. Solía pensar que entendía los actos y que no era tanto el dolor. A veces no distingo un sueño de una pesadilla, y disfruto y me aterro con ambos y voy en recaída de nostalgia y la misma foto de siempre, casi la única que refleja la época en la que éramos perfectos, la época en la que no tenía la necesidad de ser fuerte. Porque yo trepaba por los árboles y siempre tenía allí arriba mis dos mejores sonrisas. Y lo destrozamos todo. Y ahora las leyes del conocimiento me impiden acercarme y el mismo amigo de siempre me toma de la mano mientras tiemblo al recordar, mientras observo a escondidas y mientras me apresuro a desviar la mirada. Me veo forzada a ceder el puesto en mi torre de control para no acabar muerta y enterrada bajo todos estos sentimientos, bajo el peso de saber que de un modo u otro he perdido mi lugar en un corazón y que en el otro lo mantengo a base de esfuerzo por ambas partes. Y no quería llorar. Dicen que este tipo de cosas pasan cuando creces, que la vida sigue y a veces se dejan cosas atrás, que con el tiempo dejan de importar. Pero las voces en mi cabeza dicen miles de cosas distintas y me aferran y me empujan al mismo tiempo. A veces me cuesta unos minutos recomponerme y volverme a construir.
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